08 octubre 2022

Los Padres sin Voz

Este texto está transitado de sentimientos. Mi narración les parecerá a algunos, una mala réplica de alguna película hindú. Pero los testimonios son reales en su vivencia. Respetamos el anonimato y cambiamos elementos accesorios para resguardar la identificación de las personas.

La atención pública desde hace un tiempo se ha puesto sobre la mujer y con justa razón. La violencia contra ella clama movilizaciones. ¿Pero qué hay de los hombres? Comúnmente cuando hay una separación y/o divorcio se piensa en una esposa y madre sufriente. Ese es sólo uno de los rostros de la escena. ¿Y el esposo y padre? A aquella le duela o no separarse - por lo general - se queda al cuidado de los hijos. El hombre puede dolerse el doble. Si ama a su mujer, tiene además, el desgarro de una cierta distancia de sus hijos. O si no ama a su pareja, la relativa distancia de los hijos lo hiere hondo. Ya no amanecerá con ellos. El ritual de despertarse con sus gritos o el de despertarlos y “ levantarlos” porque quieren seguir durmiendo y no desean ir al colegio, no se dará. No almorzará con ellos. No recibirá el abrazo efusivo después de regresar del trabajo. No se quedará jugando la mañana de los sábados con el trencito o la pelota. Esos hábitos de la cotidianeidad, unos más otros menos, ya no los llevará a cabo.

Difícil duelo, amén del necesario cambio de espacio habitacional: regresa a la casa de los padres, o se refugia en el departamento de algún amigo. O se viene la búsqueda transitoria e incierta de un hotel, o el alquiler de un “cuarto” impersonal y monócromo. Sin embargo, las cosas podrían complicarse aún más. Si sucede que la esposa injustificadamente toma sus represalias. “Ningún día lo verás a Joaquín. Ni los domingos, no los pasarás con él. No lo recojas del nido…” Cuándo él replica “entonces ¿cuándo?” “Nunca, sabes, nunca” amenaza Hilda, la esposa.

César va al nido para hablar con la directora y decirle que quiere ver a Joaquín, un momento a la salida. Hilda ha “indicado” al personal del nido que César no se puede acercar a Joaquín, quien tiene tres años. La directora no quiere hacerse problemas. Impide que César, su padre, pueda verlo, aunque no esté amparada por este derecho. No obstante, César insiste porque el dolor hace que le quemen los ojos. Los tiene rojos, pero no puede llorar. Vuelve al día siguiente al nido, al encuentro de Joaquín. La profesora ha recibido “ordenes”; no lo dejan acercarse. Joaquín lo mira de lejos. Conforme la profesora se aleja con el niñito, este voltea la cara para mirar a papá. César insiste aún más. Regresa a los dos días luego de haber consultado con un abogado amigo, quien le ha dicho que el personal del colegio no puede atribuirse un derecho que no le corresponde; si persiste la “disposición” el abogado le ha propuesto ir por la vía legal. César va nuevamente y pregunta por Joaquín. Le responden que no ha ido al nido. La ausencia lo sofoca. Indaga desesperadamente por su hijo. Hasta que una amiga en común que César tiene con Hilda, la mamá, le confiesa que lo han cambiado de nido, pero que no sabe a cuál. Este es uno de los varios testimonios que he compartido en el consultorio. Otros tantos escuchaba en la radio del taxi, la otra noche, durante el retorno a casa.

Quisiera contar otro, con la intención de depositar en ustedes, lo que sentí un día reciente, después de que me llamara la hermana de Omar, desesperada porque su hermano no “salía” de la cama. Hacía tres días que no comía ni podía dormir por la noche. Se había separado de su esposa y ella, Nora, no le dejaba estar como antes, con su hijita de un año y seis meses. Zuly había solido pasar con su padre los fines de semana, durante la primera separación. Ambos padres se reconciliaron, sin embargo la convivencia no duró más que dos meses, y en esta segunda separación, Nora le advirtió a Omar, que ya no le permitiría estar a con su hijita, los fines de semana.

A pedido de la hermana, hice lo que no hago nunca. Decidí acudir donde Omar.

Subo por una empinadísima e interminable escalera de una humilde vivienda frente al cerro El Agustino, guiada por la hermana de Omar. Llego finalmente a un espacio grande, donde estaban varios de sus familiares. Saludo y me hacen tomar asiento. Al costado, junto a un muro de ladrillos, parecían en espera, unos cuantos juguetes. Llamaron mi atención, una muñeca con un trajecito raído y sucio, unas tacitas de plástico de color rojo pálido y un globo desinflado.

Mientras, dos de los hermanos hablan con Omar. Escucho que él se niega a recibirme. Siento que estoy siendo intrusiva. Sin embargo, me levanto de la silla y me dirijo a la habitación de dónde venían las voces. Les pido que me dejen sola con Omar. A los pies de la cama había una silla. Me mantengo de pie, sin saber qué resultado obtendré. Me presento y le digo varias veces que me permita ayudarlo. Omar no responde. No veo su rostro. Sólo veo un bulto envuelto en una frazada. Finalmente responde. Me dice que no quiere hablar. Luego fraseo lo que me han contado los hermanos sobre su difícil situación. Descubre su frente y bajo su frazada me insiste: “Usted no puede hacer nada”. Le digo que me hago cargo de su sufrimiento. Lucho para que no se me ahoguen las palabras. Entre otras cosas me ofrezco como intermediaria para hablar con Nora, la madre de la bebita. Le dije que le explicaría lo dañino que puede ser para Zuly pasar los fines de semana sin su papá, tal como estaba acostumbrada a hacerlo. Omar me responde, que conoce a Nora y que ella no va a aceptar. Además me dice: “no puedo soportar ver a mi hijita llorar y estirarme los brazos porque no puede venirse conmigo”. Añade “cuando me despedí el otro día fue terrible para ella y para mí. No soporto verla llorar”. Luego de otras palabras, le digo al final nuevamente, que se puede intentar hablar con Nora. Omar no me responde. Le señalo que es importante luchar. Que no soy abogada, que por el lado legal no puedo ayudarlo. Que mi ayuda es acompañarlo. Porque sé, cómo le duele el corazón a un padre. Sé que el sufrimiento es profundo. “Sí, sí”, me dice dos veces. Le pido que me llame para volver a vernos. Omar, aquí le dejo sobre la silla el número de mi celular y dónde me puede buscar. Me responde: “Sí, la voy a llamar”.

Afuera sus familiares me esperan impacientes. Les doy mi tarjeta. Los tranquilizo y les digo que Omar va a comunicarse conmigo. Juntan entre todos el dinero para pagarme. Les agradezco. Ellos lo hacen conmigo. Me dicen lo importante que es, que Omar se alimente y se levante. Temen que pierda el trabajo. Que a él “le gusta y nunca falta”. Nos despedimos Yo estoy a la espera de una llamada. Después de dos días me llama su hermana y me dice que Omar se ha levantado y se ha ido a trabajar. Es bastante… “Él la va a llamar”, me dice la hermana. Todo sucede hace menos de una semana.

Hoy es el Día del Padre y antes de ayer viernes por la mañana, fueron las actuaciones en “su honor” en nidos y colegios. ¿Cuántos niños prohibidos de ver al papá habrá? ¿Y cuántos muy limitados para estar con ellos? ¿Cuánto vacío sentirán unos y otros?

No se trata de idealizar a estos padres. Menos de denigrar a las madres, que nos han servido de ejemplo. Pero, de las mujeres nos ocupamos. Hasta existe un Ministerio. ¿No debería extenderse la gestión y la comunicación, a toda la población vulnerable? Sólo una referencia. Cuando un padre, por esta causa, quiere presentar una denuncia en la comisaría. Quienes lo atienden, no le creen.

La campaña Ni una Menos fue y continúa siendo indispensable. La cifra de feminicidios va en tétrico aumento. Pero ¿cuántas personas, cuántas mujeres, la mal interpretan, al optar por un ”empoderamiento” viciado por un sesgo generalizador? Distorsionado en su significado al ejercer otra forma de violencia. Sucede, demás está decirlo, con las madres concernidas en este tema. Mujeres que no tienen claro que afectivamente la paternidad no se revoca. Que esta existe para toda la vida. Que la paternidad se funda en los deberes pero también en los derechos del hombre, del padre. No todos los hombres están del lado del mal. No se puede dividir el mundo entre buenas y malos. El mundo humano es por demás complejo. Parece exageración, pero muchos no lo reconocen. La sensibilidad humana, cuando se desarrolla, sabe que no se puede arrancar, cuando no se justifica, a los hijos de la cercanía de los padres. Es dañino para los hijos. Su evolución requiere de la seguridad y confianza básicas que ofrecen los padres de quienes hablamos, para desenvolverse en la realidad.

El problema tratado en este escrito sucede, con matices diferenciales, en todos los niveles sociales.

Existen padres con calidad humana. Su vida no merece la agresión. Porque agresión es no dejarles ejercer su derecho. Derecho a dar y recibir el amor de sus hijos. El derecho fundante de la paternidad.

 

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